La transición del cine
al mundo sonoro (1927-1928)
El final de la década
de los veinte está marcado por la revolución que supuso la llegada del cine
sonoro. La primera película que se considera sonora es El Cantor de Jazz, de
Alan Crossland. Warner Bros. hizo esta película cuando estaba casi en la ruina,
en un desesperado intento de salir a flote, y gracias al éxito del filme logró
resurgir e impuso el sonido al resto de las productoras.
Aunque en un principio parecía que la
incorporación del sonido restaba expresividad a los planos, pronto se supo
aprovechar la capacidad comunicativa que aportaban los diálogos. Los
espectadores podían entender mejor las historias.
A efectos del cine
como sistema global, la incorporación del sonido trajo cambios en la industria.
Ya no bastaba con ser fotogénico, sino que la voz tenía que cumplir unas
expectativas. En el cine norteamericano muchos actores de origen extranjero
vieron reducidas sus posibilidades de triunfar en Hollywood, pues su acento no
se ajustaba a las exigencias de los personajes, por lo que se vieron relegados
a interpretar papeles muy concretos.
Los estudios, que por
entonces aglutinaban en sí mismos todas las actividades cinematográficas de
forma vertical (producción, distribución y exhibición), se vieron obligados a
realizar grandes inversiones para adaptarse a la nueva tecnología del registro
del sonido. Las cámaras de cine, para asegurar una buena sintonización entre la
banda sonora y la de imagen, pasaron a rodar a 24 fotogramas por segundo, lo
cual implicó también la reforma de las salas de exhibición.
Así llegaron a
Hollywood muchos periodistas, escritores y dramaturgos (los hermanos
Mankiewicz, Charles McArthur, Ben Hecht, etc) de la Costa Este de los EE.UU. y
también de Europa, atraídos por la enorme oferta de trabajo que representaba
escribir para la industria cinematográfica.
Probablemente
la etapa de más intensa creatividad e inventiva de la historia del cine se
produjo en el período 1927-1933, en el traumático tránsito el cine mudo al cine
sonoro. A finales de los años veinte del pasado siglo el cine mudo había
alcanzado su máxima perfección estética. Por una parte, el arte de la fotogenia
y el lenguaje de las luces, las sombras y los claroscuros habían convertido al
cine en una arte
plástica
de gran madurez. Por otra, la agilidad en la combinación de los planos, había
adquirido una gran sofisticación, especialmente gracias a los cineastas
soviéticos, que los utilizaban para construir metáforas y alegorías de gran
aliento poético.
Tras diversos ensayos técnicos , y debido en parte a la competencia comercial
de la radio, la Warner Bros consiguió imponer el éxito del cine sonoro
con la película musical
El cantor de jazz,
estrenada en Nueva York en octubre de 1927 con acompañamiento de discos de
gramófono sincrónicos con la imagen.
Este éxito comercial supuso una revolución para la industria, el comercio y el
arte cinematográficos, acompañada de bastante desconcierto. Los estudios
tuvieron que insonorizar sus paredes y equiparse con nueva tecnología acústica;
las salas de exhibición tuvieron que añadir amplificadores sonoros y altavoces.
Y Hollywood se enfrentó al reto que suponía que en la mayor parte de sus
mercados el público no entendía el inglés, mientras que actores con voz poco
“fonogénica” tuvieron que abandonar los estudios. Inicialmente, estos cambios
traumáticos supusieron una grave regresión estética –muy bien evocada en el
film retrospectivo
Cantando bajo la lluvia
(1952)-, pues la cámara tuvo que encerrarse en un pesado blindaje
insonoro que impidió su movilidad y la anterior libertad del montaje de los
planos tuvo que subordinarse a la longitud de los diálogos. El resultado de
todo ello se tradujo en la predominancia de un paralítico y chato “teatro
filmado”.
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